Ya dije en una entrada anterior que, de confirmarse las acusaciones de espionaje político, de teléfonos pinchados, nos encontraríamos ante el final del constitucionalismo español, nada menos. Pero a día de hoy, hemos pasado de un escándalo, no sólo político sino democrático, a uno de esos bochornos a los que nos tiene acostumbrados la política, quizás para que no nos olvidemos de las miserias (y los miserables) que la conforman.
No se sabe a qué espera el Partido Popular para aportar las pruebas que hayan de convencer a los tribunales que, efectivamente, existen teléfonos pinchados, que del Watergate hemos pasado al Rubalcabagate. (¿Quizás a que pase el verano y volver al prime-time del diario de sesiones?) Porque no sirve (Sr. Montoro) que sea el Gobierno el que tenga que demostrar su inocencia. No se puede juzgar ni condenar por las apariencias; no porque el ministro del Interior haya sido el portavoz del gobierno de los GAL, o porque la vicepresidenta haya sido secretaria de estado cuando estallaron los escándalos de las escuchas ilegales del CSID y el "caso Roldán" y, con ello, pueda haber una opinión preconcebida de que este gobierno, formado con ministros de la etapa de González, vaya a cometer las mismas tropelías que en la etapa del señor X.
Los delitos (y las escuchas ilegales son delitos) se juzgan y condenan con pruebas, que el PP debería haber aportado ya a la Justicia. Los múltiples cruces de declaraciones desde uno y otro bando del espectro político español no hacen más que abochornar al ciudadano ante un espectáculo por el que nadie hubiera pagado la entrada ni nadie hubiera acudido a ver.
Lo peor no es pagar por este bochorno democrático con nuestros impuestos, es que lo hemos votado.
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